jueves, 29 de enero de 2015

TRANSICION INACABADA

Retazos
Transición inacabada
La historia de los grandes acontecimientos del mundo no es más que la historia de sus crímenes, dijo Voltaire en su 'Ensayo sobre las costumbres'
La historia de los grandes acontecimientos del mundo no es más que la historia de sus crímenes, dijo Voltaire en su Ensayo sobre las costumbres. Aunque muchos de los crímenes del pasado nunca se llegan a dilucidar, algunos ni siquiera se llegan a narrar, y quedan escondidos en los resquicios más oscuros e inaccesibles de la memoria de la historia no contada. Algunos otros han salido a la luz, pero sin resolver y sin clarificar; y, aunque hayan traspasado la línea que separa la realidad del mito, han impregnado la memoria colectiva de incógnitas y dudas que les convierten en paradigma del estatismo político, y de una conciencia social empañada de sentimientos de injusticia, de inmoralidad, de indefensión y de arbitrariedad.
El lunes pasado el historiador y profesor Gutmaro Gómez Bravo presentaba en Madrid su libro Puig Antich. La Transición inacabada, fruto de una investigación que revisa documentación policial, judicial y diplomática para esclarecer, cuarenta años después, el crimen político, aún sin resolver, de Salvador Puig Antich. Este joven barcelonés fue la última persona ejecutada con garrote vil, el 2 de marzo de 1974, en el franquismo. Un episodio terrible, una ejecución política cuya vergüenza aún seguimos soportando sobre nuestras espaldas los españoles, y que, en palabras del propio autor, “marcó la hoja de ruta del final de una dictadura incapaz ya de mantenerse sin el uso de la fuerza”.
Numerosas contradicciones e irregularidades, imposibles aún de clarificar del todo por la imposibilidad de acceso a los archivos correspondientes, que siguen, vergonzosamente, cerrados e inaccesibles, muestran que el asesinato de este joven anarquista fue un plan urdido y muy bien planeado. A pesar de lo cual, la familia de Puig Antich no ha dejado un solo instante de luchar por aclarar el que consideran un demencial crimen de Estado. De un Estado totalitario que pretendía perpetuarse en el pensamiento único, en la represión de todas las ideologías contrarias a sus liberticidios y a sus aberrantes postulados, y que se esforzó mucho por contentar a una extrema derecha que se estremecía ante la mínina sospecha de que en este país algún día podrían llegar las libertades.
La familia de Salvador llegó a interponer dos recursos, ya en plena democracia, que fueron rechazados, tanto por el Tribunal Constitucional como por el Tribunal Supremo; recursos que pretendían revisar un juicio militar que, según la mayor parte de las fuentes, no fue otra cosa más que una farsa, una impostura ante una opinión pública que empezaba a emerger por encima de la España reprimida y encadenada. Había que mostrar que el Régimen seguía implacable en su “ordeno y mando”, y que no permitía ninguna disonancia de ideologías opuestas al sistema, aunque ello costara la repulsa unánime de millones de españoles callados y de muchos miles de europeos que se manifestaron, levantando sus voces en las principales capitales del viejo continente, contra una ejecución tan canalla y despiadada como anacrónica
Los mismos que planearon y ocultaron la verdad sobre la ejecución de Puig Antich formaron parte activa en la redacción de la Constitución de 1978 y en las decisiones políticas que coronaron la llamada Transición. Los mismos que apoyaban la pena de muerte y eran partidarios militantes del pensamiento único que presidió la dictadura tiñeron su ideología con el vocablo democracia y con la palabra libertad. Por más que fuera necesario un consenso entre las distintas fuerzas políticas de la época, hubo un acatamiento inadmisible por parte de las fuerzas progresistas con respecto a numerosas cesiones de terreno ideológico a los que habían asolado España durante cuarenta años. La libertad tuvo un precio, pero fue tan alto que lo que llamaron libertad no era más que un sucedáneo edulcorado de lo que de verdad es una democracia.
De tal manera que cuarenta años después, sigue la derecha negándose a condenar el franquismo, y sigue negándose a investigar sus terribles crímenes, y sigue, como estamos presenciando día a día, negándose a dialogar. Y de tal manera que, cuarenta años después, la muerte del joven catalán sigue siendo un enigma que algunos siguen negándose a mirar de frente. La derecha entona su propia culpa cuando alega esa infame y burda justificación de “reabrir viejas heridas”. Otra parte de la población española, probablemente los analfabetos políticos de que hablaba Bertolt Brecht, se asustan ante la idea de mirar el pasado con mirada limpia, objetiva y democrática. ¿A qué tienen miedo? ¿Acaso una herida tapada y maquillada se puede curar? ¿Acaso es posible la democracia en un país que sigue tapando su oscuro pasado? Seguir escondiendo las monstruosidades que nos anteceden nos convierte de algún modo en cómplices de ellas.
Personalmente, yo quiero vivir en un país en que se sepa la verdad sobre un joven anarquista que fue ejecutado un año antes del final de la dictadura. Quiero un país en que a ninguna familia se le niegue la posibilidad de justicia. Un país en el que se mire de frente al pasado y sus crímenes para que puedan superarse. Quiero un país en el que la sombra del terror de los ultras, tanto políticos como religiosos, no planee amenazadora sobre la mente colectiva. Porque una democracia con miedo no es democracia, es fascismo. Quiero un país en el que no haya muertos en las cunetas, en el que no tengan espacio los que se niegan a desenterrarlos, y en el que no se ensalce con monumentos ni honores de ningún tipo a un pasado traumático de terror cuya sombra ya es hora de que se desvanezca. Quiero un país que sea capaz de acabar la Transición y de rectificar sus errores. Como española, como amante de la historia y como demócrata, gracias a Gómez Bravo por este trabajo.
Coral Bravo es Doctora en Filología
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