EL GENOCIDIO FRANQUISTA
España es una anomalía histórica. Es el
único país europeo con 200.000 desaparecidos y unas leyes que garantizan
la impunidad de sus verdugos. Naciones Unidas reclama al Estado español
que elabore un “plan nacional de búsqueda de desaparecidos”, anule la
ley de Amnistía de 1977 y enjuicie a los autores e implicados en el
exterminio sistemático de fuerzas políticas de izquierdas perpetrado
entre julio de 1936 y noviembre de 1975. Ante la pasividad del gobierno
español, la justicia argentina prepara una querella contra 300
responsables de la represión franquista. Entre los imputados, se
encuentran Rodolfo Martín Villa, que ordenó la masacre de
Vitoria-Gasteiz, José Utrera Molina, ministro franquista y uno de los
firmantes de la condena a muerte de Salvador Puig Antich, Juan Antonio
González Pacheco, alias Billy el Niño, brutal agente de la
Brigada Político-Social, Jesús Muñecas Aguilar, guardia civil golpista y
notable torturador, y Fernando Suárez, que participó en el consejo de
ministros que firmó las últimas ejecuciones del régimen en septiembre de
1975. Es improbable que estos criminales acaben en un tribunal, pues el
gobierno español –neoliberal o socialdemócrata- se inventará cualquier
argucia legal para evitar su extradición. La Transición española no fue
una ruptura con el franquismo, sino una Reforma del franquismo, que
agravió nuevamente a sus víctimas, condenándolas a ser polvo y olvido en
algunas de las 2.500 fosas clandestinas excavadas por falangistas,
requetés, guardias civiles, católicos devotos, aristócratas y militares.
El principio de jurisdicción universal
reconoce la competencia de cualquier tribunal para encausar a los
responsables de delitos contra la humanidad. Son crímenes que nunca
prescriben por su especial gravedad. La España de la Transición no
mostró ninguna preocupación por las víctimas de la dictadura. Los
asesinos y torturadores continuaron en sus puestos, a veces condecorados
y homenajeados. Rodolfo Martín Villa concedió en 1977 a Juan Antonio
González Pacheco la Medalla de Plata del Mérito Policial y organizó una
cena en su honor, alegando que su iniciativa constituía un “desagravio a
la persecución de la que es objeto por parte de algunos medios de
comunicación”. Actualmente, Pacheco trabaja en empresas privadas de
seguridad y Martín Villa es un próspero empresario. No se trata de casos
aislados, sino de un fenómeno generalizado. Los comisarios Manuel
Ballesteros y Roberto Conesa, dos policías que adquirieron una siniestra
fama por su ferocidad durante los interrogatorios, prosiguieron
tranquilamente sus carreras, participando en las operaciones de “guerra
sucia” contra ETA. Los asesinos del estudiante Enrique Ruano (los
inspectores Celso Galván, Francisco Luis Colino y Jesús Simón) escalaron
posiciones con el PSOE, obteniendo condecoraciones y altos cargos. Algo
semejante sucedió con José Antonio Gil Rubiales y Juan Antonio González
García, ambos implicados en las salvajes torturas que acabaron con la
vida de Joxe Arregi, presunto militante de ETA. En 2005, Gil Rubiales
fue nombrado Comisario del Cuerpo Nacional de Policía de Santa Cruz de
Tenerife. Un año antes, el PSOE había otorgado a González García el
cargo de comisario general de la Policía Judicial. José Matute y José
Martínez Torres también pertenecían a la Brigada Político-Social. Matute
torturó y mató en 1975 a Antonio González Ramos, militante del Partido
de Unificación Comunista de Canarias. En 1983, José Barrionuevo,
Ministro del Interior del primer gobierno del PSOE, requirió su
colaboración para rastrear el Barrio del Pilar, buscando a un comando de
ETA. Barrionuevo también recurrió a Martínez Torres. Le situó al frente
de la Brigada Central de Información, sin inquietarse por los
innumerables testimonios que le responsabilizaban de crueles torturas
físicas y psíquicas. En las Fuerzas Armadas, se actuó con los mismos
criterios. El general José Antonio Sáenz de Santamaría, que había
combatido al maquis en los años de la posguerra, y se había encargado de
organizar los últimos fusilamientos del franquismo en septiembre de
1975, fue designado director general de la Guardia Civil por el gabinete
de Felipe González. Se le atribuyen muchos éxitos en su lucha contra el
maquis, empleando pequeñas dosis de pentotal sódico, que inducen un
estado de aturdimiento y favorecen las confesiones. La Gestapo utilizó
habitualmente este procedimiento. El fervor de Sáenz de Santamaría por
los métodos de la guerra sucia se plasmó en una frase sobrecogedora:
“Prefiero la guerra a la independencia de Euskadi”. El teniente general
Andrés Casinello se movió en la misma línea. Se le considera el fundador
del GAL verde y el cerebro del Plan ZEN (Zona Especial Norte),
que incluían las técnicas clásicas de contrainsurgencia: torturas,
desapariciones, ejecuciones extrajudiciales. Casinello se limitó a poner
en práctica los conocimientos adquiridos en la base militar
norteamericana de Fort Bragg. El Plan ZEN obedecía a la filosofía de
combatir la subversión, aplastando sus diferentes focos territoriales.
De esta forma, el Estado español se sumó a la doctrina de la seguridad
nacional, copiando en Euskal Herria la actitud norteamericana con su
“patio trasero” (América Latina) y con los países asiáticos y africanos
situados bajo su esfera de influencia.
Las aguas turbias de la Transición
proceden del ánimo genocida de los sublevados en 1936. Mola, Franco y
sus conmilitones ordenaron que se fusilara sistemáticamente a todos los
desafectos al Movimiento. En una nota del 19 de julio de 1936, Mola
afirma que el propósito de la rebelión es “sembrar el terror… eliminando
sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros”.
La brutalidad de Mola no conocía límites. Es famosa la frase que le
espetó a su secretario personal: “Yo veo a mi padre en las filas
enemigas y lo fusilo”. Franco obraba de acuerdo con la misma filosofía.
En julio de 1937 declaró al periodista norteamericano Jay Allen: “No
puede haber ningún acuerdo, ninguna tregua. Salvaré a España del
marxismo a cualquier precio”. “¿Significa eso que tendrá que fusilar a
media España?”, preguntó el corresponsal. “He dicho a cualquier precio”,
contestó el general, con su frialdad característica. El capitán
Aguilera, jefe de prensa de Franco y décimo séptimo conde de Alba de
Yeltes, se muestra más explícito y displicente: “En épocas más sanas…
las plagas y las pestes solían causar una mortandad masiva entre los
españoles… Son una raza de esclavos… Son como animales, ¿sabe?, y no
cabe esperar que se libren del virus del bolchevismo. Al fin y al cabo,
ratas y piojos son los portadores de la peste… Nuestro programa consiste
en exterminar a un tercio de la población masculina de España. Con eso
se limpiaría el país y nos desharíamos del proletariado”. Gabriel
Jackson estima que la represión franquista causó 400.000 víctimas. En La República española y la guerra civil (1931-1939),
un clásico de la historiografía contemporánea, menciona la visita de
Heinrich Himmler a Madrid en 1941. Himmler, que aportó su experiencia
para mejorar el entrenamiento de la policía política española,
“desaprobó, por razones tácticas, el promedio de ejecuciones”, pues lo
consideró excesivo. Después de examinar rigurosamente varias fuentes,
Gabriel Jackson desglosa el número total de víctimas: “100.000 muertos
en los campos de batalla; 10.000 por las incursiones aéreas; 50.000 por
enfermedades y desnutrición (durante la guerra civil); 20.000 por
represalias políticas en la zona republicana; 200.000 por represalias
nacionalistas durante la guerra; 200.000 prisioneros rojos muertos por
ejecución o enfermedades de 1939 a 1943”.
Se afirmó que las cifras de Gabriel
Jackson eran una exageración incapaz de soportar el contraste con la
realidad. Sin embargo, hace pocos años Paul Preston calculó que había
180.000 desaparecidos en fosas clandestinas. A esta cifra espeluznante,
hay que sumar las ejecuciones con sentencia y las muertes en la cárcel
por torturas, enfermedad o malos tratos. El periodista norteamericano
Charles Foltz, corresponsal de la Associated Press en Madrid durante los últimos años de la Segunda Guerra Mundial, publicó en 1948 una obra titulada The masquerade in Spain.
Foltz sostiene que el número de ejecutados o muertos en prisión entre
el 1 de abril de 1939 y el 30 de junio de 1944, según datos oficiales
facilitados por el Ministerio de Justicia, asciende a 192.684. Esta
cifra, que se ha considerado improbable y desorbitada, coincide con las
impresiones del conde Galezzo Ciano, yerno de Mussolini y ministro de
Asuntos Exteriores de la Italia fascista. Tras recorrer diferentes
regiones de España en julio de 1939, escribe: “Sería inútil negar que
sobre España pesa todavía un sombrío aire de tragedia. Las ejecuciones
son aún muy numerosas; sólo en Madrid, de 200 a 250 diarias; en
Barcelona, 150 y 80 en Sevilla, que en ningún momento estuvo en manos de
los rojos”. No me atrevo a dar una cifra total, pero entre las víctimas
del franquismo hay que incluir a 30.000 niños y niñas separados
forzosamente de sus familias, la mayoría hijos de presas republicanas.
Hay otros 6.000 casos de bebés robados durante el tardofranquismo y la
primera mitad de la actual democracia, casi siempre por motivos de
“higiene social” (hijos de madres solteras o de familias con un perfil
marginal). En La guerra civil española, Antony Beevor especula
que “la represión franquista durante la guerra y la posguerra podría
situarse alrededor de las 200.000 víctimas”. Beevor apunta que esta
estimación –para muchos, inferior a la realidad- confirma las amenazas
del el general Gonzalo Queipo de Llano: “juro por mi palabra de honor y
de caballero que por cada víctima que hagáis, he de hacer por lo menos
diez”. Las cifras de Gabriel Jackson han sido avaladas por los hallazgos
de nuevas fosas clandestinas. Hace dos años, se calculaba que existían
1.000 fosas sin exhumar. En ese tiempo, se han descubierto otras 1.500.
Con estos datos, no se puede negar que el franquismo cometió un
genocidio.
La exhumación de las fosas y la
imputación de los culpables son tan importantes como un relato objetivo
de los hechos. El sentido de la justicia exige una perspectiva ética,
que permita dilucidar la posición moral de los contendientes. Por
ejemplo, ¿cuál es el punto de vista más adecuado para hablar de la lucha
del maquis? El maquis actuó entre 1939 y 1965. Su ofensiva de más
envergadura fue la invasión del Valle de Arán en octubre de 1944, donde
4.000 guerrilleros se enfrentaron a un contingente de tropas franquistas
compuesto 50.000 hombres bajo el mando de los generales Juan Yagüe y
José Moscardó. La ofensiva fracasó. Los maquis sufrieron 588 bajas y los
franquistas 248. Este descalabro no evitó que el maquis mantuviera su
desafío, pero a una escala más pequeña, empleando la táctica de guerra
de guerrillas. En el artículo publicado en el diario YA el 12 de
octubre de 1971, el teniente coronel José María Gárate, adscrito al
Servicio Histórico Militar, publicó un artículo titulado “Veinte años
del hundimiento del maquis”. Gárate escribe: “No hay un balance completo
de bajas, pero la Guardia Civil tuvo 276 muertos. Los muertos y heridos
de los bandoleros fueron más de 5.500 en unas 8.000 acciones
terroristas”. En un reportaje publicado en el ABC en 1994 para
conmemorar el ciento cincuenta aniversario de la Guardia Civil, se
proporcionan cifras más precisas: “Bajas de bandoleros, 5.548. Bajas del
Cuerpo, 624. Detenidos como enlaces, cómplices y encubridores, 19.407”.
¿Eran los maquis bandoleros, terroristas? ¿Se puede considerar a los
guardias civiles abatidos víctimas del terrorismo? En mi opinión, el
maquis fue un ejemplo de resistencia y dignidad. La represión ejercida
por el Ejército y la Guardia Civil sólo puede interpretarse como una
prolongación del genocidio perpetrado por el régimen franquista. Sin
embargo, el partidista y vergonzoso Diccionario Biográfico Español
de la Real Academia de la Historia llama “terroristas” y “bandoleros” a
los combatientes del maquis. Al mismo tiempo, elogia la figura de los
generales golpistas y el “Glorioso Alzamiento Militar”. Semejante
planteamiento sería inaceptable en Francia, que honra los héroes de la
Resistencia, o incluso en Alemania, que prohíbe cualquier forma de
exaltación de la dictadura nazi.
En España, se considera “enaltecimiento
del terrorismo” homenajear a José Miguel Beñarán Ordeñana, “Argala”,
pero Luis Utrera Molina, suegro de Alberto Ruiz-Gallardón y ex ministro
de Franco, puede escribir tranquilamente: “Franco murió cristianamente
en la cama de un hospital público, después de 40 años de buen gobierno
rodeado del cariño de su pueblo y fue ensalzado y homenajeado por su
sucesor, el hoy Rey de España”. Imagino que entre los logros y cimas de
ese “buen gobierno” hay que incluir las fosas clandestinas que albergan
aún los restos de un número creciente de desaparecidos, pues cada vez
que se realizan trabajos de exhumación aparecen más víctimas de las
esperadas. José María Pemán, en una arenga que retransmitió Radio Jerez
el 24 de julio de 1936, expresó inmejorablemente el espíritu de la
sublevación: “La guerra, con su luz de fusilería, nos ha abierto los
ojos a todos. La idea de turno o juego político ha sido sustituida para
siempre por la idea de exterminio y de expulsión”. Desgraciadamente,
este espíritu no se ha extinguido y sigue impidiendo que España se
convierta en un país realmente democrático, donde se prohíba el
ensalzamiento o justificación de la dictadura franquista, se borren
definitivamente sus símbolos, se enjuicie a los responsables de sus
crímenes y se exhumen los restos de los miles de hombres y mujeres
asesinados por su compromiso con una sociedad más libre e igualitaria.
Hasta entonces, España será una anomalía, una estructura opresiva que no
cesa de inventar leyes para criminalizar las protestas sociales,
amordazar a los disidentes, frustrar los anhelos independentistas y
pisotear la memoria de los que perdieron la vida ante un pelotón de
ejecución o en el infame garrote vil. Tal vez la muerte del joven
anarquista Salvador Puig Antich, lentamente estrangulado por un verdugo
ebrio y esmirriado un lúgubre 2 de marzo de 1974, simboliza de forma
particularmente trágica la brutalidad de una dictadura que aún contamina
el presente, recordándonos que los canallas duermen tranquilos y las
víctimas aún claman justicia desde las entrañas de la tierra.
RAFAEL NARBONA
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