sábado, 5 de octubre de 2013

UN BOLSO DE GUCCI

Un bolso de Gucci
Hace ya mucho tiempo que me siento fraternalmente solidaria con mis congéneres, las mujeres. Creo que entre todas tenemos que hacer un frente común de complicidad para acabar inhabilitando tanto menosprecio, tanta sumisión, y tanta misoginia de que hemos sido todas víctimas secularmente. Aunque las cosas han cambiado mucho en las últimas décadas, sigue existiendo en España mucho maltrato, mucha exclusión, y la consabida misoginia de la curia católica, cuyo ideario, por cierto, nunca dejará de ser despreciativo contra el género femenino. De entrada, nos culpan a las mujeres del tan absurdo como inventado pecado original, cargando sobre nuestras espaldas la culpa del sufrimiento de la humanidad entera por aquella mordida de una manzana que, de cara al cristianismo, es ya motivo suficiente para relegar a las mujeres a la inacción y al servilismo.
Tengo una amiga querida que utiliza una expresión que me encanta: “mis hermanas, las mujeres”, y suelo, en circunstancias normales, hacerla mía. No soy, sin embargo, una feminista al uso. Me suelo definir simplemente como humanista, porque defiendo los derechos de las mujeres, pero también los derechos de los hombres, porque ambos, hombres y mujeres, somos víctimas seculares de esos idearios irracionales y represores que inoculaban en vena a los hombres el machismo y el desprecio hacia lo femenino, y a las mujeres el estatismo, la idiotez y la sumisión.

He de reconocer, sin embargo, que hay algunos tipos de mujer que me rechinan y con las que estoy muy lejos de sentir complicidad o fraternidad alguna. Me refiero especialmente a las mujeres que gozan difamando a otras mujeres, o a las pécoras cotillas y maledicentes. Y hay otro tipo de mujeres que me producen un gran rechazo, las vanas y superficiales; esas que, aunque no lo parezca en los tiempos que corren, utilizan los clichés de lo femenino para regodearse en su propia banalidad y arrogancia. Suelen ser mujeres esencialmente insolidarias, egocéntricas, engreídas, con una visión de la vida absolutamente sectaria y ajena a la realidad que las rodea; y vulgares, por más que vayan disfrazadas de ropas y accesorios de las marcas más elitistas y caras.

Hace unos pocos días cayó en mis manos un artículo publicado el siete de septiembre en la revista femenina dominical de ABC, Mujer Hoy. Y, aunque no suelo leer ese tipo de prensa, empecé a echar un vistazo a una columna, titulada “Mi bolso”, y no podía dar crédito a las sandeces que leía. Leo que la autora, Edurne Uriarte, es ex pareja del ministro de Educación Wert, colaboradora, desde que gobierna el PP, en Los Desayunos de la 1, y columnista en diversos medios de la prensa afín al gobierno que supuestamente la encumbró.

En la columna en cuestión, la autora narra la gran tragedia que para ella supuso que un camarero derramara una copa de vino blanco en su recién estrenado bolso de la marca Gucci, marca comercial de élite que quiso dejar en evidencia por el precio que por él había pagado. Y recalca que, a pesar de tal horror, su actitud fue serena ante el incidente, lo cual la muestra, a su entender, evidencias de que está atravesando por una época “de gran equilibrio espiritual”. Se alegra, además, Uriarte, quien confiesa ser una gran amante de los bolsos de lujo, de no ser hombre, por lo engorroso que es para ellos llevar un bolso, excepto si se es gay, quienes, según ella, pueden llevar bolso sin que les miren mal.
“…esa pasión por los bolsos debe tener que ver con la exhibición de estatus, como la presunción de poder a través del coche, de su marca y de sus caballos”. Y habla de un amigo suyo “que me enseña las fotografías de la colección de coches antiguos que tiene la suerte de conducir de vez en cuando”. Pero ella, la autora de tan rocambolesco relato, le da mucha más importancia a su bolso de Gucci porque representa “el placer de la belleza”, porque es “un pequeño objeto que disfrutas mientras lo tocas y que mantiene intacta su belleza durante años. Y dejas encima del sofá, o de una cómoda cuando llegas a casa y su belleza, piensas, compite con un jarrón o con una escultura.”
Y mientras tanto, España se rompe. Esta vez de verdad. Mientras tanto vivimos en un país corrompido, endeudado, empobrecido, en el que se están vulnerando continuamente los Derechos Humanos. Mientras tanto, cientos de familias están durmiendo en la calle, y dos millones de españoles marchándose fuera para conseguir trabajo, y seis millones de ciudadanos sin empleo, y miles de estudiantes renunciando a sus estudios, y mucha gente buscando comida en los contenedores de basura, y miles de ancianos sin dinero para comer, gracias al copago sanitario, y el veinte por cien de niños españoles padeciendo de malnutrición.

Qué insulto tan grande el de esta señora, no sólo a la inteligencia más elemental, sino, lo que es lo peor, a tanta gente que vive en la precariedad y en la carencia, cuando no en la miseria. Esta señora desconoce del todo lo que es la espiritualidad, e ignora absolutamente nada que tenga que ver con la belleza, de la que, por sus palabras, carece. No tendría mayor importancia en cualquier otro contexto. Mujeres superficiales y banales hay a cientos. Pero en este caso clama al cielo, porque esta señora tiene voz pública, la escuchan en sus intervenciones televisivas millones de españoles, y es afín a una derecha cuyo ideario falaz y cuya falta de ética retrata, en este texto, a la perfección. Y porque nos muestra la evidencia de cómo va la Universidad española, y nos retrata la calidad intelectual y humana de los voceros televisivos, y de la derecha indecente que tenemos. Y que sufrimos.

Coral Bravo es Doctora en Filología
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