sábado, 20 de noviembre de 2010

LA EDUCACIÓN Y LA MUJER


ARTÍCULOS DE OPINIÓN
  • 38x38 OK Coral Bravo
  • CORAL BRAVO

    19/11/2010

Retazos

Recuerdos de familia y misoginia clerical

Hace poco, mirando en una caja donde mi madre siempre ha guardado recuerdos antiguos de su familia, me encontré con algo que me impactó y a lo que nunca antes había prestado atención. Se trata de un documento antiguo, un certificado notarial, llamado en la época "Acta de consentimiento", fechado en octubre de 1881, en el que el alcalde y el secretario de la ciudad donde entonces vivía la familia, junto a varios familiares y testigos, daban fe de que la abuela de mi madre, con 14 años, iba a iniciar, tras terminar el bachiller, la carrera de "Instrucción primaria"; hecho que, según el acta oficial, recaía en "responsabilidad y tutela" de su padre y del resto de testigos que habían consentido en su firma.

En la primera lectura del texto no entendí muy bien de qué se trataba, pero tras releerlo me di cuenta de lo que significa realmente. A finales del siglo XIX (históricamente hace muy poco), el hecho de que una mujer quisiera estudiar era algo insólito y fuera de toda norma (recordemos que para la Iglesia, la mujer era aún considerada como inferior al varón, y le atribuía la categoría de "animal superior"). Y, para que fuera posible que ese "animal superior" pudiera estudiar, debía quedar acreditado como excepción mediante documento oficial que hacía responsables a terceros de las “consecuencias” de algo que rompía las normas establecidas para el género femenino.

El final del documento expresa literalmente: “…Acto seguido compareció D.Antonio Miguel Petite Ridao, empadronado en esta villa, que manifestó: Que estando su hija,
María Tomasa Petite del Campo, de edad 14 años, decidida a emprender la carrera de Instrucción Primaria, no querría contrariar sus propósitos, antes al contrario la
prestaba su consentimiento, tan amplio como en derecho se requiera, mandando con total convencimiento hacer constar y se le expida el correspondiente certificado…”.

Leyendo estas palabras no pude evitar sentimientos encontrados. Por un lado, ternura, ternura hacia ese padre amoroso que, del todo alejado de los férreos y dictatoriales esquemas paterno-filiales de la época, apoyaba incondicionalmente a su hija en sus deseos e inquietudes. De otro lado sentí admiración hacia una mujer que, con sólo catorce años, quería acceder al conocimiento, y no se resignaba al papel pasivo e inerme de la mujer de la época; y de otro lado sentí indignación por constatar una vez más cómo las mujeres, hasta hace no mucho tiempo, eran ciudadanos de tercera cuya autonomía y dignidad personal quedaban siempre supeditadas a la autoridad masculina.

No creo yo que mi bisabuela eligiera estudiar esa carrera. Simplemente era su único camino posible. Si el aspirar a ser maestra de niñas conllevaba tales requerimientos burocráticos, está claro que acceder a otro tipo de conocimientos, como Leyes o Medicina, para una mujer era del todo una utopía. Y mirando su expediente académico veo que las materias que estudiaba no eran otras que Historia sagrada, aritmética, pedagogía y Labores (…las famosas y sempiternas “labores”).

Y en “sus labores” es en donde la jerarquía católica parece querer recluir de nuevo a las mujeres, según los mensajes misóginos lanzados por el Papa en su reciente
visita a España. Quizás no ha llegado a entender que el género femenino ha atravesado en Occidente un largo camino de muchos siglos de sometimiento y opresión,
y que no va a admitir más ser considerada “animal superior” por el poder eclesiástico, ni va a soportar más vidas enteras de desidia ni maltratos por sostener una “familia cristiana”, ni va a limitarse a tejer calceta, a limpiar, ni a anular sus inquietudes vitales para dar gusto a “sus eminencias” en sus ansias patriarcales y misóginas.

Recordemos que hasta bien entrado el siglo XX los libros han estado vetados para la mujer, que su acceso a la Universidad es bien reciente. Recordemos que Concepción Arenal, a fines del XIX, se tenía que disfrazar de hombre para poder tener acceso a las clases de Leyes. Recordemos a mujeres como Mercedes Pinto, quien, por dar una conferencia en la Universidad Central en 1923 sobre el divorcio, pasó el resto de su vida exiliada. O recordemos a mujeres como Clara Campoamor, o Victoria Kent, o Carmen de Burgos, o Teresa Claramunt, o Federica Montseny, y a tantas y tantas otras que, como mi bisabuela, se posicionaron a favor de su dignidad y de los derechos de la mujer como ser humano, algo que algunos siguen vergonzosamente, a estas alturas, negando.

A todas ellas, y a todos los ciudadanos progresistas que en el pasado lucharon, y a los que lo siguen haciendo, por la igualdad de géneros y por el cumplimiento de los Derechos
Humanos, desde aquí, como mujer y como demócrata, mi agradecimiento y mi sincero y profundo homenaje.

Coral Bravo es Doctora en Filología y miembro de Europa Laic

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