MEJICO,
SANGRE DE VARIA LECCION
Méjico está siempre en la escena del
crimen.
En cada una de las partes en que se
divide cada acto del poema dramático,
hay un
decapitado, algunos y algunas, muchos,
violentados
y asesinados,
otros,
los más, desaparecidos.
El espectáculo de algún suceso de la
vida real,
más o
menos extraordinario, cruel y conmovedor,
está al
orden del día:
La célebre
historia de Iguala,
por
haberse firmado en ella en 1.821 el llamado “plan de Iguala”
o “de
las tres garantías”,
en cuya
virtud quedó establecida la independencia de Méjico,
hoy cae
por su peso, y se baña en sangre
por la
matanza de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa,
poniendo
al igual del crimen la manera de los conquistadores
o los
virreinatos de gobernadores, obispos y frailes
dedicados
al sometimiento por el crimen, la
violación y el degüello
del
estado mexica o azteca,
principiado
por el asesino Hernán Cortes
en
nombre del rey felón y estuprador Carlos I de España.
Los amuletos, los colgantes, los exvotos,
las
imágenes de santas y de santos del Cristianismo
impuesto
por las armas y el estupro
lloran
lágrimas de cocodrilo en el santuario de Guadalupe, en Guadalupe-Hidalgo, en la
catedral de Durango, en la catedral de Méjico,
lo
mismo que el monumento a Guanthemoc, (Guatimozín),
sucesor
inmediato de Montezuma,
último
soberano indígena que reinaba cuando llegó al país
la
expedición conquistadora,
débil y
amariconado en el trato con los invasores,
lo que
le valió recibir una “puñalada trapera”
con herida
de muerte en un motín de sus súbditos.
Sin embargo, Teoyamici, dios de la
muerte y de la guerra,
en el
Museo de Méjico,
sí que llora
lágrimas de sangre,
pues se
parece a la antigua fuente del salto de agua en efusión de lágrimas acompañadas
de lamentos y sollozos
por la
muerte de estos estudiantes
detenidos
por policías locales y entregados a miembros
de un
grupo criminal venático con vena de locos,
sinvergüenzas
de condiciones despreciables,
quienes
les transportaron en camionetas hasta una brecha o barranco
junto
al basurero de Cocula
para
que una vez envueltos en mortaja
como el
papel en que se envuelve el cigarro,
despeñarles
y quemarles vivos,
como si
fueran leña en la pira de quemar los cadáveres
o las
víctimas del virreinato,
para
después de apagado el pavoroso incendio provocado,
desmembrarles,
dividiendo y separando sus miembros
para
meterles en bolsas de basura de plástico negro
que
arrojaron al río,
con las
que el venaje, su manantial o caudal, aumentó
corriendo
al agua sus vidas que les salía por los huesos calcinados
hacia el seno de la muerte entre río san Juan
y Nuevo Balsas,
estando
el aire como pasmado o asombrado
en sus
riberas.
-Daniel
de Cullá
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